El Barril rueda rápido por la calle de piedra


Rechoncho, robusto, grueso. De cara plana, frente amplia y nariz achatada. Chaparro. Habla a las apuradas, con voz afónica y aguda, y acento cacofónico. Así es el dueño de "El Barril", un restaurante ubicado sobre la Rua da Gameleira en Pipa, Brasil.


Cualquiera diría que el hombre se inspiró en su propia figura para darle nombre a su restaurante, que consta de un salón alargado, de paredes y piso blancos y con el techo de vigas de madera a la vista. Tras una ventana ubicada al fondo de la estancia se puede ver al dueño dar órdenes a sus ayudantes.

Una chica morena y muy flaca, de no más de doce años, era la única que salía de la cocina cada tanto, para servir bebidas o limpiar el largo mostrador contra una pared. El hombre se acercó con un andar muy ágil a pesar de sus cortas piernas y nos entregó un menú, apenas una hoja plastificada.

Elegimos un plato indicado para dos personas, pescado cocido con verduras, camarones y legumbres, servido en una cazuela de barro con tapa. El aroma de las postas de dorado era exquisito, igual que el contenido de un tazón de barro que tenía el caldo de la cocción del plato espesado con harina.

Mientras comíamos, una mujer y un hombre entraron al local, donde éramos los únicos comensales además de una familia de ocho personas y un grupo de dos chicas y un chico. El "barrilito" se sentó con ellos en el vano del ventanal al lado nuestro, con una lata alta de cerveza rubia Devassa en la mano.

La pareja era un equipo de trabajo, ambos vestidos apropiadamente para la oficina con pantalones plisados color caqui y camisas beige, y sendas planillas a mano. El dueño del local se levantó en un momento de la charla, recorrió a zancadas el salón a lo ancho y largo y volvió a reunirse con ellos con el número exacto de sus proporciones.

Después de que los inspectores se fueran (según dilucidamos, tras hablar del aire acondicionado y el tamaño de la cocina), el hombre se volvió a nosotros para saber si habíamos encontrado agradable nuestra velada y, sin necesidad de exagerar lo felicitamos por su cocina.

Hablaba rápido y con gesto hosco, pero su tono era afable. Resultó ser que el "barrilito" era el ideólogo detrás de los manjares que habíamos probado y, en respuesta a nuestras alabanzas, nos prometió caipirinhas de cortesía la próxima vez que visitáramos su local.

No hubo oportunidad, pero no faltaron las ganas.

El Papa de Pipa

"Los felicito por el Papa argentino, Joao Berg... algo. Un come chinchulines", nos dijo el posadero antes de subir a su moto. Debe haber sido el cónclave más corto de la historia de la Iglesia Católica Apostólica Romana, porque en una semana eligieron a Jorge Bergoglio, aka Francisco, y nos enteramos así, de casualidad, por las bromas disfrazadas de felicitaciones de los brasileños.

La noticia tardó dos días en bajar a la playa y recién entonces nos recibió en la arena uno de los mozos de los paradores. Alto, muy flaco y espigado, con la piel bruñida por el sol y la cabeza protegida por un sombrero de paja en forma de cilindro con amplias alas, el Papa de Pipa juntó sus manos de manera pía y nos lanzó un "Oh, argentinos, os filhos de o Papa, danos su bendición", entre risas (las mías).

En el momento me pregunté si no estarían enojados por el "triunfo" de Francisco a raíz de esa eterna pulseada que existe entre Brasil y la Argentina por temas tan variados como el fútbol, los astros de fútbol y las canchas de fútbol. Pero después me di cuenta de que en tierras cariocas hay cientos de miles de bautizados católicos que después no practican la religión, al menos no en su versión "romana", así como ocurre lo mismo por estos parajes. ¿Conclusión? Somos todos hermanos en las olas del mar.